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martes, febrero 22, 2005 

En la barbería

El momento no podía ser aplazado por más tiempo. Cuando las patillas me empiezan a cubrir las orejas, algo me dice que va siendo hora de ir a cortarme el pelo. De modo que ayer por la mañana pedí hora en la barbería del Poli que, además de ser la mar de barata, me pilla al ladito. Fue una visita bastante entretenida.

Tenía hora a las 17:45, pero llego diez minutos antes. Un chico acababa de pagar. Cojo El Jueves y me siento en el diminuto pasillo que hace las veces de sala de espera. El individuo en cuestión tarda como cinco minutos en ponerse la chaqueta del chandal (blanco nuclear), mirarse en el espejo, ponerse la gafas de sol en la cabeza, leer un anuncio que hay en la pared, buscar en la mochila, volver a mirarse en el espejo, buscar otra vez en la mochila y, por fin, salir. Todo esto a cámara lenta, recreándose en el momento y, mientras tanto, ocupando mi espacio vital.

Justo entonces entra una señora toda glamour y elegancia con sus dos criaturitas y se acerca a la mesa de recepción. En resumen, le dice a la chica: «que aquí os dejo a éstos, el pelo se lo cortas rollo orinal, cuando acabes ellos ya saben dónde estoy». Daniel y Borja (os juro que se llamaban así) no paran de porculear curioseando y toqueteando cualquier cosa que encuentran. Creo haber dicho ya que la "sala de espera" es una pasillo de 2x1. Me tuve que repetir varias veces: «No lo hagas, Javi. No puedes pegarles un par de collejas a niños desconocidos por mucho que te estén tocando la moral».

Afortunadamente, no tardan en llamarme. Momento de relax total mientras me lavan el pelo. Lástima que sólo dure minuto y medio. Daniel y yo pasamos a la vez a los sillones de cortado. «¿Qué como lo quiero? Pues normal. P'atrás y sin patillas».

La chica parece estar extasiada mientras me pasa la maquinilla por los lados. Debe ser algo fascinante. Tiene la boca entrabierta, le asoma la punta de la lengua y hace MUCHO ruído al respirar.

Mientras, la chica que corta el pelo a Daniel llama a una compañera: «Pues sí que parece que sean». ¿Piojos?, me pregunto yo. Que fuerte, que fuerte.

Mi peluquera deja por fin la maquinilla eléctrica y empieza un trabajo de filigrana con mi pelo. Tres tipos distintos de tijeras, otra maquinita para las patillas y la nuca, agua para volver a mojarme el pelo, «¿gomina? -me pregunta-. Mejor será, porque si no se me va a quedar hacia delante, como siempre que me lo corto. -Es que tienes un pedazo remolino ahí detrás...». Todo ésto durante más de media hora. Os juro que normalmente tardan veinte minutos en lavar, cortar y cobrar. Por supuesto, todo tiene una explicación: «¿Has visto? -le dice mi peluquera a la de al lado-, ya no te pregunto nada. Voy a mi rollo». Claro, va a ser que es nueva. Qué suerte he tenido.

Mis sospechas sobre los piojos se confirman cuando, tras lavar el pelo a Borja, otra de las chicas se calza unos guantes de goma, saca el desinfectante y se pone a limpiar concienzudamente el lavadero.

Yo ya he acabado y voy a pagar. Esperando fuera está Daniel. Creedme, un niño de 15 años con el pelo de orinal y, encima, corto es de lo más ridículo. Seguro que de mayor le queda algún trauma. Estaba pensando esas cosas cuando viene a cobrarme: «4,95? ... uy, no, perdona, 5,95?, que ha sido con gomina». ¿Cómo? 1? por un pegote de gomina que me voy a quitar nada más me duche en casa? Hay que joerse. Bueno, total, es más barato que en cualquier otro sitio. Me pongo la chaqueta y me despido.

«Cualquier otro día con un poco de prisa -pienso mientras vuelvo a casa- me hubiese repateado perder tanto tiempo. Menos mal que hoy estaba aburrido. Bien mirado, creo que tengo suficiente material para escribir un post».

Perdón por el tochazo.




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